Amistad

Algo le punzaba el alma desde hacía unos días. Había un suceso detrás de ese dolor, algo que jamás creyó que podría ocurrir.
Y es que a veces –o muchas veces-, pensamos que por mantener una amistad con alguien, esa persona actuará igual que nosotros o compartirá nuestra forma de pensar.
Hanna creía tener amigas incondicionales, esas que están presentes en todo momento, a cualquier hora; se creía afortunada porque sentía que podía contar con aquella persona de la misma manera en que a ella la llamaba y la buscaba cada vez que tenía el alma y la autoestima golpeada.
Junto a Lana compartía tantas cosas y vivieron muchas experiencias que se contaban una a la otra. Había confianza, confidencia y complicidad.

Hasta que llegó una voz que lo cambió todo. Una voz que la alejó poco a poco, a base de ‘bien intencionados consejos’ sobre lo que debía hacer, con quién debía salir y cómo debía comportarse. La presencia la apartó, la absorbió; se adueñó de ella, como si fuese un simple títere fácil de manejar.
No todo fue obra suya. La inseguridad de Lana jugó un papel determinante. Su necesidad de protección y su miedo a la soledad completaron el cuadro.
Lana se fue con la mente llena de nuevas ideas y vagos argumentos, dejando crecer la distancia entre ella y su fiel confidente. Ya se sentía completa, no necesitaba más la compañía de Hanna, ahora todo lo que antes hacían juntas ahora Lana lo compartía con su voz. Su nuevo mundo.
En cierta ocasión, -de las últimas que tuvieron juntas-, Hanna escuchó un comentario de Lana mientras hablaba con la voz. “Ya no la necesito, contigo tengo todo”. Justo ahí empezó el dolor. Justo ahí Hanna descubrió que en la amistad también hay hipocresía. Se fue sin decir nada, con el dolor punzándole el alma. Lanzó una bendición a nombre de Lana y siguió su rumbo.

Algunos años más tarde, Lana perdió a su voz. Los detalles están de más, simplemente el mundo de Lana se derrumbó. Entonces, tomó el teléfono y marcó…