Crecí jugando sola, buscando en mis muñecas la compañía que los genes me negaron. Cuando abandonaba la bicicleta, cuando me cansaba de cazar lagartijas o de matar hormigas en el patio de la abuela; después de jugar a las escondidas o a las guerritas con mis hermanos, regresaba al mundo ése con el que sueñan las niñas, donde pueden ser princesas, las hadas existen y su casa no es el fuerte de guerra de los soldados, ni se llenan de tierra y jamás, jamás se despeinan.
La hora del té era en compañía de una fauna de peluche, la 'hija' era una muñeca más grande que yo y siempre dormíamos abrazadas. Era la cajera y la compradora; la aeromoza y la pasajera; la mamá y la hija; la estilista y la cliente. Dos personajes en una sola persona, siempre.
Crecí buscando la complicidad y la confidencialidad en mis hermanos y el único primo al alcance, pero poco a poco entendí que los niños no entienden las cosas de niñas y a las niñas no les interesan las cosas de niños.
Tarde encontré a mi primer alma afín. ¿Tarde o justo a tiempo? No lo sé. Pero apareció. A partir de ahí aprendí el significado de amiga, de amistad, de hermandad.
Después de que sólo pedía una, he llegado a tener tantas hermanas que no me he perdido las experiencias que suelen contarme ellas que sí las tienen.
Sé lo que significa compartir una habitación e incluso la misma cama. He aprendido a dar un consejo y tener la fortuna de recibir muchos más.
Cuento con alguien que puede ayudarme a decidir qué aretes combina con la blusa y hasta ayudarme a continuar con la frente en alto aunque el mundo se me caiga a pedazos.
Tengo quien me pinte las uñas de la mano izquierda, con quien ir de compras, quien me planche el cabello aunque prefiera estar despeinada; alguien para compartir y comentar libros, música, fotos y muchos detalles más; alguien que me dice "subiste de peso, pero te ves bien" o tal vez me dice "estás muy flaca, pero te ves bien".
He secado lágrimas y he encontrado muchos hombros donde derramar las mías.
He encontrado con quien hablar de 'esos' temas, cuando el corazón se agita al pronunciar un nombre, cuando la felicidad o el llanto no se pueden ocultar. Son ellas con quienes puedo platicar día y noche, mientras combatimos el insomnio hasta quedarnos dormidas, con quienes he reído hasta llorar o hemos llorado hasta convertir el llanto en carcajadas.
También he sufrido la tristeza y el dolor de la separación porque tienen que seguir su camino o quizás porque algún malentendido sacudió nuestras mentes. He padecido también por sus desventuras y me he afligido por sus momentos de debilidad.
He vivido el gusto de compartir la ropa, los zapatos, bolsas y demás sin tener que pelear porque lo tomen a escondidas.
Tengo quien me jale las orejas y a quien regañar cuando tropecemos con las mismas piedras. Sé que aquí está 'la banda' que 'le partirá la cara', o bien, me acompañarán al altar.
He sido confidente de una boca y tengo muchos oídos que escuchan mis palabras.
Son lazos inquebrantables. Una unión que con el tiempo no caduca, no conoce celos, envidias o rencores; más bien resta el dolor y multiplica la alegría.
Quizás llegaron solas, en grupo o por intercesión de alguien más. Probablemente han estado acompañándome más de una década o menos de un lustro, pero tengo la enorme dicha de tenerlas a mi lado y saber que a pesar de la distancia o a pesar de los años, no se han alejado; por el contrario, permanecen más unidas que nunca.
Gracias a ellas dejé de sentirme sola, porque aunque la sangre no me dio hermanas, la vida se encargó de ponerlas en mi camino.
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