Parecía que iba a ser como cualquier otro viaje de cinco días, una semana con un vaivén similar al de un sube y baja. Una rutina bastante bien conocida, una que otra novedad que no pasaría la sorpresa inicial. Y así inició.
Un lunes caluroso con pinta de aburrido. Monótono. El trayecto sin más que lo habitual. Un carrusel con un solo pasajero al que pronto se incorporó la buena compañía de un entrañable amigo con quien siempre se disfruta una plática y una linda película.
Entrando a un martes dizque de mala suerte, algo que nunca he creído. De todas formas no me gustan los martes y eso que -según los calendarios- nací en uno de éstos. Como al principio era similar a una vuelta en la rueda de la fortuna, decidí jugar con eso y combatir la rutina con mensajes y planes adelantados de fin de semana. Tomé el camino a casa a bordo de mis tenis y vi pasar varios tranzabus que me hubieran llevado más rápido pero, ¿cuál es la prisa? No hay nada pendiente.
Hice una escala muy cerca de casa, sólo para visitar y ponerme al tanto de sucesos recientes. A lo que se sumó una llamada ofreciendo transporte a cambio de atención técnica. Demasiado tarde. Ya estaba casi a la vuelta de la esquina, pero ante la afirmación de que no había ningún apuro me tomé mi tiempo. Para mi sorpresa, otra llamada, sólo que esta vez insistía por mi presencia, cuando prácticamente estaba ya con un pie en la entrada.
En ese momento salté abruptamente de la rueda de la fortuna a las tazas locas para oír los gritos de la desesperación y terminar sobre el toro mecánico, tratando de domar la situación, que al final de cuentas, terminó lanzándome a la lona.
Amanecí el miércoles con el cuerpo adolorido, sin ganas de más atracciones, pero sabía que el paseo aún no terminaba. Imaginé que esta vez sería un recorrido tranquilo. La visita que ameritaba una reunión me levantó el ánimo sin saber que me encaminaba a la temida pero excitante montaña rusa.
Sin darme cuenta me subí y el recorrido empezaba a tomar velocidad. La cuesta arriba se estaba haciendo pesada. Las trabas comunes a mis planes parecían estar ganando terreno. Luego, la caída en picada. Llegó tan fugaz como inesperada. Un acercamiento indiferente que con un ágil arrebatón se llevó mis planes, junto con mi celular que aunque viejo y defectuoso, todavía me permitía una que otra llamada entrecortada o mensajes con retraso de entrega.
Sin embargo, al igual que en los giros de la montaña, algo pasó en ese momento. Algó contrario a lo que supusé que sentiría si alguna vez fuese víctima de la delincuencia. Tal vez tuvo mucho que ver la frustración del día pero, lo cierto es que a pesar del miedo, me sentí extrañamente liberada.
Lo mejor de todo es que no sólo se llevó un celular en mal estado; se llevó toda la mala vibra con la que amanecí, mi enojo, mi desánimo, mi mal plan y la tensión en mi espalda. De manera curiosa siento que, más allá de provocarme un susto, me quitó un gran peso de encima. Incluso ahora que lo pienso, lo siento por él, porque con tremenda carga, no imagino dónde ni cómo podría terminar.
Ahí acabó el paseo de ese día. No más reuniones. No más llamadas ni mensajes. El descenso llegó. Mis manos frías y temblorosas cubrieron mis ojos cuando expulsaron los restos de adrenalina. Todo acabó en nada.
Para el jueves hubo más calma, a pesar de que quedaba algún remanente de energía. Fue una mezcla entre la escalada y el río salvaje. Que concluyó en la visita a la casa del tío chueco donde lanzé los dardos y por fin gané algo.
El viernes lo único que quería era salir del parque. Basta de atracciones. Sólo quería tirarme al césped o nadar con delfines. Pero el recorrido final me llevó del laberinto, donde me topé con figuras del pasado que dejaron bellos recuerdos y un buen sabor de boca por el fortuito reecuentro, a la casa de los espejos donde las imágenes apreciadas provocaron carcajadas que le dieron un delicioso masaje a mi alma y un buen descanso a mi cuerpo.